sábado, 20 de diciembre de 2014

Una mujer triste.

"Tristeza de arrabal, sentada en la vereda".

Nunca me he atrevido a interrumpir a una mujer mientras está triste.

Me surge una fascinación inadmisible por mirarles los párpados caídos y la zona del delineado color rojo, de tanto llanto.

Siento la necesidad inexorable por atender sus hambres a destiempo y ese gusto criminal por la pornográfica venganza.

A una mujer triste le brota un aroma a trampa que siempre me invita a resbalarme, a tragarme a bocanadas el instante.

El abrazo peca por ser manjar, por hacerme perder la dignidad.

Conocer a una mujer empapada de luto es un jackpot, una caricia a tiempo, un resurgimiento modesto pero forrado en llamas, un místico y verdadero acontecimiento.

Nunca me he atrevido a quitarles el trago de la mano, ni mucho menos a cuantificarles el estado etílico, me he mal acostumbrado a ser cómplice de los excesos, a ser un pecado de esos fariseos condenados al infierno.

No pretendo ordenar el universo, no me interesa el sentimiento sin sendero, confío plenamente en esos pasadizos agitados y siniestros.

No hay nada más vivo que una mujer triste, porque engaña al tiempo y a la muerte, porque aprende a esperarme con una carcajada y con un viernes. Porque busca reparación a toda costa y no se sienta a lamentarse entre hendijas rotas.

No hay nada más radiante que una mujer triste, su cabello le brilla de ira, hace a las aceras palpitar de tanto pensar y no mira a los lados por aprobación, es la dueña del mundo y no me cambio por nada cuando el mundo soy yo.

No hay nada más peligroso que una mujer triste, porque despierta, porque añora una gran ciudad, porque explota y porque sigue bailando flamencos desnudos y suicidas.

No hay nada más homicida que una mujer triste, porque enamora, porque ya aprendió a despedirse, porque sabe exactamente cuando las cosas caen por la borda.

Porque se convierte en necesidad y a mí, las necesidades me sobran.

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