miércoles, 15 de octubre de 2014

Del futuro y las entrañas.




Ella se aproximó a mi costado con un café perfectamente endulzado, con esa sonrisa de cúmulo y con la devoción de la edad.

Bastaban dos instantes para colapsar entre regresiones, para pedirle que se fuera, que me dejara sola, que no esperara por mí en ningún rincón, porque a la larga, la rota era yo.

Nunca quise hablarle de mi pierna derecha, ni de los males que me atormentaban desde que mamá decidió establecer brechas.

No quise hablarle de papá, ni de las diez botellas que consumí entre mi cumpleaños y navidad. Tampoco era debido confesarle que la noche de año nuevo la pasé con alguien más, añorando que su perfume primaveral se mezclara con este cítrico invernal que me da seguridad al andar.

Muchas veces la vi de reojo mientras fingía ignorarla, otras tantas me estremecí calculando la distancia que podía recorrer mi lengua desde sus labios hasta sus pantorrillas, hasta acabar infame, de cuclillas, con una sonrisa de esas satisfechas y matutinas.

-“Esto es solamente una prosa”, esa fue mi respuesta cuando ella agradeció mi primera carta de amor, así de simple, como una bofetada en el corazón, sin embargo, su sonrisa no se borró y creció algo a lo que no pretendo buscarle explicación.

Quise introducirle tiempo después el tema de la pierna, apoyándome en una broma que incluía un bastón, pero siempre lo supo, actuó con normalidad y me consultó - “¿Dónde duele hoy?”.  Sentí su caricia, me apoyé en su cadera y besé su hombro, no emití retórica y asumí mis debilidades sin la necesidad de declamar derrotas.

Todo se fue desencadenando, mi escaparate no tuvo cabida en la habitación, mis exaltaciones a la mitad de la noche se convirtieron en rutina, las pesadillas eran una constante. Ella, por su parte, encendía la luz y me besaba la frente. Ya no había nada que esclarecer, ciertos silencios son estridentes.

Muchas veces prefiero que viva asustada con mis partidas, me han dado por sentada muchas veces y no hay nada que sane esta herida. Muchas veces quiero decirle que no quiero otro sitio, que quiero quedarme, pero mi instinto animal cobarde me hace optar por esa incertidumbre que ella experimenta cada vez que azoto las puertas y regreso tarde.

-“Es muy diferente –le repito- tener a alguien entre las sábanas y aferrar a otro alguien en la cama”, pero ella ya me siente tan ambigua que no sabe cuál “alguien” es, yo me quedo callada y nos abastecemos de una respuesta avara, respuesta que siempre recibo con una carcajada insana. Pero se me acomoda entre los brazos y espera la profunda olfateada. Porque sabe ignorarme tan bien como mamá, pero sabe amarme mejor que papá. Mucho mejor.

He llegado al punto en el que mejor ni miento, en el que soy cínica por dignidad y muchas veces por darle mantenimiento a este infierno.

Si me preguntan las razones, no las tengo, pero la tengo a ella y esa bochornosa permanencia que digo odiar con insistencia, me mantiene de pie, me sujeta las riendas, me remoja la experiencia y me hace recordar que debo escupir esta malacrianza tan incierta.