Sus musas nunca dejaron de ser
sus diosas, les colocaba un nombre distinto, las inmortalizaba, noche a noche
las arrinconaba contra una pared, y les daba lo que merecían, porque lo que
merecían no era solamente placer.
Procesaba a diario la buena
ortografía como entremés, sabía la cantidad de tragos exacta, arrollaba un
porro y prendía en fuego la noche, la convertía en un poemario de Whitman y en una
canción como Derroche. Se sabía el juego de memoria, le gustaba perder, nada
que sus brindis no pudieran resolver.
Cuando las letras estaban por
agotarse se sentía asaltada, miraba de reojo a cualquiera y por media mañana,
sus ataques de pánico la acorralaban, no sabía si quedarse, no sabía si irse,
muchas veces solamente sabía venirse, cegada por el arte, ahorcada por el
desastre.
Recomenzó una cantidad de veces
descomunal y recordaba a su profesora de historia, cuando la comparaba con un
fénix, pero la realidad de cada comienzo, siempre venía acompañada de una nostalgia
incalculable, de la módica suma de trillones de desencuentros emocionales.
Su nobleza y su extraña maldad,
muchas veces fue sexo, muchas veces, sin querer queriendo fue verdad, pero
otras tantas fue mártir de su aparentar, de sus silencios decisivos y su
costumbre de escapar, pero escribía, se lograba desdoblar, cóncavo, convexo,
circunstancial.
Lo que le queda, lo tiene en esas
manos, que si algo saben hacer es redactar y acariciar. Lo que la mantiene es
ese caos, esos deseos incansables de migrar, y la torpeza que se niega a abandonar.
Y si te la encontrás por la
noche, no la dejés adentrarse, te va a ofrecer un trago y se lo vas a aceptar,
vas a querer ser papel y te vas a arrepentir diez minutos después. No la dejés
ingresar, porque aunque se vaya a marchar. Vas a querer que te lea, una y otra
vez, y otra vez hasta acabar.
Podés ignorarla, podés fingir que
no existe o no está, también podés optar por sentirte viva una vez más.
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