miércoles, 24 de julio de 2013

Mirror

Es como hablar conmigo misma, con la misma retórica y la misma  dosis de veneno entre la espalda, el pecho y el desvelo.

Es como quererme, con mis mismos arrebatos de desprendimiento y de candor, con esa insatisfacción que seguidamente se convierte en la clara purificación de la contradicción.

Es como abrazarme, rechazando el calor, añorando aunque me muestre infame ante la dosis de furor.  

Es como caminar con mis pies, buscando siempre el campo minado, siendo incrédula ante la buena intención, arrebatándole el arrebato a la tan necesaria conciliación.

Es mirarme entre baldosas flojas, convenciéndome de todo lo contrario a la estabilidad, porque el mundo así me ajustó, a ver desgracias y a tragar sin aceptar.

Es despertar conmigo misma, con la ternura recurrente, los cuestionamientos precipitados y los espasmos de épocas de un yo intransigente.

Es como discutir conmigo misma, con la guardia siempre firme, cual atalaya, cual nodriza, resguardando el no sé qué de mi no sé donde, por mi no sé cuál para mi no sé por qué.

Es como abrirle una brecha al destino, una trinchera compartida en la cuál el campo de batalla no es la salvación ni la solución, en la cuál nada es más relevante que dar el golpe más bajo y desolador.

Es también como leerme a mí misma, con atención y una inocencia casi inexplicable, como si todo se detuviera en un momento, como si el reloj no fuera más que eso, un medidor inútil de tiempo inalterable.

Es como darme la mano, sintiendo un alivio ante el cansancio, un soporte suplementario que siempre es suficiente y como cuesta sentir tranquilidad en esta contemporánea ambigüedad.

Es  como mirarme a los ojos, siempre buscando una tregua cuando ya no se da abasto entre tinieblas.

Es como entenderme, casi siempre devaluado y consecuente. Y se aceptan las culpas, se aceptan los instantes inertes.

Es como amortiguarme, sin amortiguadores ni tridentes, con la dicha desabrochable de viernes a viernes.  

Es casi tan símil como hipérbole, casi tan metáfora como prosopopeya y nadie pierde, solamente se desgasta el onomatopéyico sabor de la madrugada y su dimensión. Y nadie gana y finalmente se acaba la función.

Cuando la impertinencia se manifiesta, ella levanta las reglas tanto como yo y se desatan los actos más corruptos y sin guion, apostándole a la línea más fuerte, olvidando que a veces sonreír es justo y suficiente.