jueves, 14 de marzo de 2019

Song for Tamara


He empezado a comparar todo con un improbable equinoxio.

La eternidad ahora tiene medida y relaciono con algo distinto tener el “corazón roto”. La poesía colapsa, colapsan los elogios, algo se apaga y la música deja de sonar, como si partir no doliera ya, como si aceptar la revolución de la ausencia, fuera la única forma de ser parte de la hoguera.

Dejar de ser noche para ser punzada, dejar de ser risa para respirar. Dejarse ir, con los latidos en las pestañas y las despedidas juguetonas de quien abraza la distancia.

Emborracharme hasta calmar lo que sea que esté pasando dentro de mí, eso que no es médicamente comprobado, pero que retumba cual huracán. Como si no tuviera solución, como si fuera emocionalmente terminal.

Desvariar, pedirle perdón a la de cuatro años atrás, desdoblarme y estrenar los libros que pensé no tenía tiempo para succionar. Decirle en el oído a la vida, que a partir de hoy ya no me la quiero solamente tirar.

He empezado a pensar, que el ocaso es la brutal impertinencia del destino. Que las manos dejan de ser manos y que las caricias se disparan en la sien de los que esperan desaparecidos. Ya no conecto la cabeza con los suspiros.

No tengo tiempo, tampoco tengo frío. La madrugada ha comenzado a tictaquear.  Las frases de Pizarnik ya no parecen tan mala idea en medio de Central Park.

¿A qué le tengo miedo? Ilesa no podía salir, jamás.