He empezado a comparar todo con un improbable equinoxio.
La eternidad ahora tiene medida y relaciono con algo
distinto tener el “corazón roto”. La poesía colapsa, colapsan los elogios, algo
se apaga y la música deja de sonar, como si partir no doliera ya, como si
aceptar la revolución de la ausencia, fuera la única forma de ser parte de la
hoguera.
Dejar de ser noche para ser punzada, dejar de ser risa para respirar.
Dejarse ir, con los latidos en las pestañas y las despedidas juguetonas de
quien abraza la distancia.
Emborracharme hasta calmar lo que sea que esté pasando
dentro de mí, eso que no es médicamente comprobado, pero que retumba cual
huracán. Como si no tuviera solución, como si fuera emocionalmente terminal.
Desvariar, pedirle perdón a la de cuatro años atrás,
desdoblarme y estrenar los libros que pensé no tenía tiempo para succionar. Decirle
en el oído a la vida, que a partir de hoy ya no me la quiero solamente tirar.
He empezado a pensar, que el ocaso es la brutal
impertinencia del destino. Que las manos dejan de ser manos y que las caricias
se disparan en la sien de los que esperan desaparecidos. Ya no conecto la
cabeza con los suspiros.
No tengo tiempo, tampoco tengo frío. La madrugada ha
comenzado a tictaquear. Las frases de
Pizarnik ya no parecen tan mala idea en medio de Central Park.
¿A qué le tengo miedo? Ilesa no podía salir, jamás.
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