Ojalá todo fuera tan urgente como para detener mi acelerada
escalinata, y pedirte que seas mi galleta de la suerte.
Quisiera que mañana por
la mañana, besés la comisura de la dramática persecución de nuestras almas,
porque no descanso desde aquella tarde que dejaste de darme infancia.
Ya sé que muchas veces dije poder dibujarle metáforas a tus
pestañas, en las buenas y en las malas. Pero la mancha del mantel, ahora es tan
grande, que decido ponerle a esto, nombres médicos y no títulos
impronunciables. Impronunciables como tu apellido de cincel, como la tarde en
la que no te volví a ver.
Este tipo de ausencias interminables, carcomen el espasmo
ocasionado por el arte, como si la literatura tuviera la culpa de nuestra
desgracia, como si yo tuviera la culpa por estar inhabilitada, casi enrollada,
y con unas ganas arrastradas de jadear tu nombre por las madrugadas.
Mi madre dice que soy imposible, empiezo a creer que la
ermitaña sensación de tu partida es eso, una serie de imposibilidades
numeradas, clasificadas por color y por género musical, cada una con un sello
de pasaporte, porque ahora mi hogar está lejos de aquí, porque mi guarida no es
tu calle sin salida. Porque ya no quiero huir, simplemente me quiero ir.
La bravura que se encierra en el desenlace, trae siempre
consigo una soledad acompañada, casi ilícita, pero ahora, los brindis con
whisky me recuerdan que soy efímera y que no soy de nadie, soy de algo, indescifrable
algo.
En el sótano queda mi silencio carmesí, todos los demonios que
no tienen derecho a revivir y ese nombre que no puedo siquiera decir en voz
alta, porque me desangra.
No te distraigás, el amor no suele perdonar estas barricadas
y yo ya no tengo edad para consentir desolaciones abrumadas, ya veremos que
repara la mañana, permití que deje de soñarte, estoy cansada.
Hasta entonces.
Tamara.
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