Ella se aproximó a mi costado con
un café perfectamente endulzado, con esa sonrisa de cúmulo y con la devoción de
la edad.
Bastaban dos instantes para
colapsar entre regresiones, para pedirle que se fuera, que me dejara sola, que
no esperara por mí en ningún rincón, porque a la larga, la rota era yo.
Nunca quise hablarle de mi pierna
derecha, ni de los males que me atormentaban desde que mamá decidió establecer
brechas.
No quise hablarle de papá, ni de
las diez botellas que consumí entre mi cumpleaños y navidad. Tampoco era debido
confesarle que la noche de año nuevo la pasé con alguien más, añorando que su
perfume primaveral se mezclara con este cítrico invernal que me da seguridad al
andar.
Muchas veces la vi de reojo
mientras fingía ignorarla, otras tantas me estremecí calculando la distancia
que podía recorrer mi lengua desde sus labios hasta sus pantorrillas, hasta
acabar infame, de cuclillas, con una sonrisa de esas satisfechas y matutinas.
-“Esto es solamente una prosa”,
esa fue mi respuesta cuando ella agradeció mi primera carta de amor, así de
simple, como una bofetada en el corazón, sin embargo, su sonrisa no se borró y
creció algo a lo que no pretendo buscarle explicación.
Quise introducirle tiempo después
el tema de la pierna, apoyándome en una broma que incluía un bastón, pero siempre
lo supo, actuó con normalidad y me consultó - “¿Dónde duele hoy?”. Sentí su caricia, me apoyé en su cadera y
besé su hombro, no emití retórica y asumí mis debilidades sin la necesidad de declamar
derrotas.
Todo se fue desencadenando, mi
escaparate no tuvo cabida en la habitación, mis exaltaciones a la mitad de la
noche se convirtieron en rutina, las pesadillas eran una constante. Ella, por
su parte, encendía la luz y me besaba la frente. Ya no había nada que
esclarecer, ciertos silencios son estridentes.
Muchas veces prefiero que viva asustada con mis partidas, me han dado por sentada muchas veces y no hay nada que sane esta herida. Muchas veces quiero decirle que no quiero otro sitio, que quiero quedarme, pero mi instinto animal cobarde me hace optar por esa incertidumbre que ella experimenta cada vez que azoto las puertas y regreso tarde.
-“Es muy diferente –le repito- tener a alguien entre las sábanas y aferrar a otro alguien en la cama”, pero ella ya me siente tan ambigua que no sabe cuál “alguien” es, yo me quedo callada y nos abastecemos de una respuesta avara, respuesta que siempre recibo con una carcajada insana. Pero se me acomoda entre los brazos y espera la profunda olfateada. Porque sabe ignorarme tan bien como mamá, pero sabe amarme mejor que papá. Mucho mejor.
He llegado al punto en el que mejor ni miento, en el que soy cínica por dignidad y muchas veces por darle mantenimiento a este infierno.
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