Aprendí a disfrazar lo eterno de efímero. Con todo y sombrero. Con un corbatín mal puesto. Con la sonrisa de medio lado. Con los zapatitos desgastados. Con una peculiar forma de evitar la palabra. Y siempre, con un gesto acostumbrado a las miradas.
De pronto, una noche cualquiera,
me dediqué a hablar de dios en minúsculas y de vos en mayúsculas. Diminuta
fracción de levadura, de vos misma.
Microscópica explosión a
quemarropa. Con esas caderas articuladas. Con esas manos forradas en parafina
luego de jugar con el fuego de las velas y con tu dictadura tan democrática, siempre
altanera y moderna.
¿Podemos ignorar la escalinata?
¿Te has sentido capaz de estrujarme para que no me vaya?
¿Cuántas veces me has
sentido al borde de morder la manzana?
El exceso de interrogantes daña cualquier gesto circense,
cualquier “warning” puede atentar contra los pasos firmes y simpatizantes de la
transparencia. A mí no me diseñaron para buscar la tregua en medio de una
guerra, sin embargo, vivo en una de ellas, cualquiera.
Sos como esas figuritas que compré en Coyoacán, así de
frágil sos. Y me fascinan esas comisuras tuyas tan inflamables. Ah, también la
incoherente aberración que te surge por los excesos del diccionario y tus
escasas ganas de persuadir un retazo.
Ya no estoy muy segura de lo que tengo entre las manos, todo
se me escabulle por los dedos, los mismos dedos que utilizo para palparte y
evitarte. Los mismos que uso, mi vida, para atentar contra el desastre.
Los domingos siguen siendo igual de suicidas, acompañados
por los lunes y su plusvalía, pero ya pronto es viernes y vivo de conservar la
magia de los sábados, por bipolares, alcohólicos y sensuales, por vivos, por
tenaces. Porque los sábados siempre van a tener el valor de refugiarse en
domingos de resaca, de intensas jornadas sobre cualquier cama.
Casi nunca me quedo en la misma cama por más de cinco
madrugadas. Hablando de camas, ojalá todo fuera vino, literatura y una mujer,
en mi cama. Sin omisiones, sin Photoshop,
con mi camisa puesta, sin bragas y el porro en la boca, con la intención a
cuestas y con esos muslos jadeantes de cortesana francesa. Ojalá todo fuera en
forma de nube y con sonido de orgasmo.
Ojalá los medios de comunicación recibieran soñadores, sin
horarios, sin plazos estrictos para traducir estrellas, sin esa prisa por
convertir en basura una esquela al más allá. Pero el “ojalá” no sirve de nada y
gritar “revolución” dicen que es una idea muy descabellada. Por el momento, me
mantengo, a mí nadie me planea la madrugada ni el renacimiento, que nadie me venga
con recovecos, mejor me vengo.
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