Aquella tarde en el Kracovia.
La habitación de iguana en forma
de caballito de mar.
Las barras de los bares
californianos.
La cama de tonos opacos.
La oscuridad de mi constelación.
La robusta insatisfacción.
El amanecer norteño.
La mesa del 310 en Insurgentes
Sur.
Barrio Escalante en llamas.
Gonzalitos empapado en Peñasol.
Una caipirinha con caña de
azúcar, directo al corazón.
Las calles de San José a las tres
de la mañana.
Los espejos de aquel lugar, donde
siempre me sentí insana.
La serpiente, su baño y su
balcón.
El hotel donde recordé cómo hacer
el amor.
Aquel restaurante al aire libre,
las verduras, la limonada.
El mariachi en Tetihuacan.
Mi cara de mezcal.
Ella con mi camisa puesta.
Los camanances en la parte baja
de su espalda.
Lomas del Sol con aroma a ese sudor.
El Karaoke donde nos rompimos y
nos reconstruimos el corazón, las dos veces sin razón.
La Calle de la Amargura, el sitio
perfecto para romper en llanto.
Los besos frente a cualquier
iglesia, mi mirada enfocada en sus caderas.
Mi pequeña Tijuana en media
capital.
Mi miedo a la rutina, mi sonrisa
retorcida.
La poesía antes de dormir.
La línea telefónica haciéndola
temblar.
Mis ojos tristes, irremplazable
manjar.
La música de fondo, los orgasmos
resonando.
Ingrese en la parte interior de
mi pantalón solamente si promete perder el juicio.
Repórtese en la entrada como uno
de mis vicios.
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