"Tristeza de arrabal, sentada en la vereda".
Nunca me he atrevido a
interrumpir a una mujer mientras está triste.
Me surge una fascinación
inadmisible por mirarles los párpados caídos y la zona del delineado color
rojo, de tanto llanto.
Siento la necesidad inexorable
por atender sus hambres a destiempo y ese gusto criminal por la pornográfica venganza.
A una mujer triste le brota un
aroma a trampa que siempre me invita a resbalarme, a tragarme a bocanadas el
instante.
El abrazo peca por ser manjar,
por hacerme perder la dignidad.
Conocer a una mujer empapada de
luto es un jackpot, una caricia a tiempo,
un resurgimiento modesto pero forrado en llamas, un místico y verdadero acontecimiento.
Nunca me he atrevido a quitarles el trago de la mano, ni
mucho menos a cuantificarles el estado etílico, me he mal acostumbrado a ser
cómplice de los excesos, a ser un pecado de esos fariseos condenados al
infierno.
No pretendo ordenar el universo, no me interesa el
sentimiento sin sendero, confío plenamente en esos pasadizos agitados y
siniestros.
No hay nada más vivo que una mujer triste, porque engaña al
tiempo y a la muerte, porque aprende a esperarme con una carcajada y con un
viernes. Porque busca reparación a toda costa y no se sienta a lamentarse entre
hendijas rotas.
No hay nada más radiante que una mujer triste, su cabello le
brilla de ira, hace a las aceras palpitar de tanto pensar y no mira a los lados
por aprobación, es la dueña del mundo y no me cambio por nada cuando el mundo
soy yo.
No hay nada más peligroso que una mujer triste, porque
despierta, porque añora una gran ciudad, porque explota y porque sigue bailando flamencos desnudos y suicidas.
No hay nada más homicida que una mujer triste, porque
enamora, porque ya aprendió a despedirse, porque sabe exactamente cuando
las cosas caen por la borda.
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