A Bogotá le faltan un par de
buenos parpadeos para abrir bien los ojos, se cruza de piernas y llora todo el
tiempo. No me aturde, yo me uno al desconsuelo.
Su agridulce textura y sus grises
en exceso, enamoran a cualquiera que cante con menos intensidad cualquier
acento.
Bogotá se pasea colonial y
desalmada, con sus Dalí originales y sus desayunos de Botero por La Candelaria.
A veces la veo triste, sin
embargo, cada primero de mayo se defiende, Bogotá marcha por su libertad,
aunque sus avenidas estén llenas de seguridad social impertinente.
Bogotá se rasca los ojos frente
al sistema y amanece sintiendo que cualquier cosa vale la pena.
Explota, pero ya no explota entre
bombas y violencia. Explota entre libros, música de fiesta y un Juan Valdez por
la Carrera Séptima.
Larga, oscura, desvalorada, con
sus abrigos lujosos y sus pantalones rotos, Bogotá es cómplice y víctima de
cualquier antojo.
Bogotá tiembla de los nervios y
pide una Club Colombia para empezar, prefiere caminar de la mano y soñar,
Bogotá no deja de soñar.
Siempre aperezada le abre su
corazón a cualquiera y luego desfallece otra vez, casi siempre cerca de las
tres.
Bogotá, con su otoño que parece
invierno veteado con primavera. Me anima a convertirme, me da una cachetada y
me obliga a redimirme.
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