Detrás de cada sonrisa de complicidad se encierran lapsos de maldad, sus
recintos son sumamente distintos a los míos, sus espacios son desajustables,
tanto como mis instintos.
¿No ha sentido el impacto de su mano sobre la mía?
No es opcional, volar no es una cuestión cuestionable, pero a base de
caída libre dudo que ir más allá sea razonable.
¿No ha visto su reacción cuando quien se aproxima a su costado soy yo?
El tiempo es un reloj de arena mal acostumbrado a su postergación, a mi
inútil idea de dejar fluir la tempestad y cuando todo se corrompe, yo me voy
por mi lado, usted busca un remanso y la noche muere tempestuosa ante el
cansancio.
¿Acaso le parece casualidad como se queman sus sábanas, como se le
agudizan los sentidos, como pierde la calma, como la madrugada acaba entre
gemidos?
Yo no tengo vida para cobranzas, mi tacto es la insondable muestra de
añoranza.
El silencio infame se posa sobre la exaltación de mis labios acercándose
a su cuello, sobre sus latidos alterados ante la sublime pasión y el agetreado desconsuelo.
Yo me estremezco, no soporto desear tanto esta contrariedad. Usted se
agita y no sabe como sostener tanta ambigüedad.
¿Acaso no le parece que el arte se mezcla, que las emociones se
condensan y que a contracorriente se acumula esta represa?
Al escribir una bomba nuclear siempre se espera
que al final estalle un corazón. Usualmente el que estalla es el del escritor.
Se acaba esta sublime pincelada de su cintura
multifuncional, se opaca temporalmente la accesibilidad y que sigan los transeúntes,
todos arruinando la deliciosa confabulación, todos saboteando la intensa
perturbación de su mirada estrellándose contra la mía, de su madrugada ajustándose
a mis caricias.
Que sigan los transeúntes, usted y yo nos
estancamos a saco y a inmoralidad.
Que sigan los transeúntes, yo por mi parte no me
alimento de lo mortal.
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