La he visto a media luz, impactando mi mirada con esos ojos de cielo, irrumpiendo entre mis piernas como diosa y señora, como propietaria absoluta de la pretina que sostiene los espasmos recurrentes y el desvelo.
La he visto mientras me exige hacerla mía,
justificando mi experiencia con el acercamiento de sus caderas, hallando las
frases perfectas para que yo pierda conciencia, empapando hasta la emoción más
modesta.
La he visto mantener la compostura, mientras
disimula al saber que me muero de las ganas. La he visto desesperada, alejando
todo acercamiento ajeno con una presencia indiscutible, como si mi vida fuera
para ella la mayor de sus hazañas.
La he visto tragarse su orgullo ante uno de mis
acercamientos, en esos instantes en los que no nos queda más que formar parte
de un mundo embustero.
La he visto mientras planea golpes bajos en mi
contra, sin embargo, también la he visto mientras se contrae para darme uno de
esos besos insanos, extensos, siniestros, exquisitamente mundanos y certeros.
La he tenido frente a mí, con sus piernas cruzadas
y ese encanto, combatiendo en pro de la inmortalidad, viviendo al ras de un
precipicio, absorbiendo mi aroma mientras la noche nos encuentra para sanar uno
de mis juicios.
La he visto volar y ha volado a mi lado, como
quien no perdona la fragilidad de los sueños, como quien no le teme a mis
letras ni a mi reputación, como quien me tiene en sus manos y no.
La he visto ser, la he visto sabotearse, desdoblarse,
engañarse. La he visto detenerse con tal de no perder, como si tenerme
resultara una mala partida de ajedrez.
He sido parte de sus lapsos de ternura y
arrebato, he tenido sus manos penetrándome el cansancio y sus pupilas muriendo
en medio de placer, renaciendo en contradicción, con la ambigüedad siempre a
flor de piel.
Ella sabe acapararme entre cuatro paredes, sabe
el punto exacto en el que pierdo el recato, seguidamente de eso, la acorralo,
la necesito, la desarmo.
La he visto amenazante ante el amanecer, como
si supiera claramente que tenemos que reincorporarnos sin querer.
Nos abrochamos las necesidades, nos acomodamos la
rutina y salimos a la calle con una desajustable misantropía.
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