Como si mis derroches le maltrataran la nostalgia.
Como si mis besos se fundieran en su espalda.
Como si el cosmos colapsara infame ante el gemido errante de
la madrugada.
Como si se evaporara entre mis manos, abstracta y contraída,
solicitando siempre una caricia.
Como si fuera la noche y el día en el que nos ganó la
cobardía.
Como si me sujetara mientras me marcho yo también.
Y
me tiró a los brazos de quien fuera, para que entendiera que la incompletitud
existía en cualquier rincón del planeta.
Y
jugó con sus instintos para envolverse en llanto, tan escasa de heroísmo, tan
envenenada entre cansancio.
Porque vivimos como penitencia una trinchera de
caricias y madrugadas perdidas.
Porque
aprendimos que dormir era un adicional, si era que nos permitíamos consumir la
realidad, entre piel, caos y complicidad.
Porque
la vida caminaba mientras nos estancábamos en contradicción, hallando de pronto
el gusto del sinsabor, dándonos de forma acelerada el corazón, saboteando
completamente a la desolación.
La
alegría se manifestaba y sus espasmos se instalaban en nuestra jornada.
Nada que decir cuando la sobriedad no es parte
de la cotidianidad. Nada que decir cuando busco carcajearme con la calle sin salida
que construimos tan bien y sin flaquear.
Nada
que agregar, la ambigüedad rebota en el placard, la verdad levita insatisfecha
y al calendario se le ahogan las fechas.
Guardamos
el más letal de los secretos, nos derretimos como relojes indiscretos.
Nos
dañamos sin consentimiento, para acabar precisando lo perpetuo. Para acabar en
el mismo punto insatisfecho, en el que la fragilidad pasaba del sudor a los
trayectos incompletos.
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